domingo, 20 de enero de 2013

Leche

Mi casera tiene un pronto, verá usted, con el que tal vez nació y que alimenta. Mi casera tiene un mal humor, quiero decir, que no sé si es genético o adquirido, pero seguro que es mantenido. Me inclino por creer que lo respiró en casa. Tal vez su madre también cerraba la puerta de casa y decía así, entre dientes, qué asco de gente; quizá su padre se sentaba a cenar y se le hinchaba la vena del cuello rumiando el día, enumerando los caraduras y sembrando la desconfianza en el alma tierna de mi casera niña.

Nosotros, en cambio, ¿sabe usted?, en mi casa hemos respirado otra cosa, un vivir a lo nuestro, un enfadarse más con los de dentro que con el de enfrente, que bastante tenía con lo suyo. Sus cosas buenas tendrán ambas cunas, la de mi casera y la mía, pero a ella la veo yo a veces más blanca o más roja de lo aconsejado, y despierta en mí la duda de si me estarán dando gato por liebre, de si el mundo será tan malo como decían sus padres o tan normal como decían los míos.

Me voy, caballero, con la certeza de que la leche, buena o mala, se mama. Y usted me entiende.

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